Martha Bardaro
Masacre, genocidio, desarraigo, aniquilación cultural, civilización y barbarie, discriminación y racismo, muertes por desnutrición. La profesora Martha Bardaro* intenta, desde la filosofía, rastrear ideas y evocaciones que conlleva la palabra Napalpí.
Me propongo escribir este artículo y antes de empezarlo me pregunto ¿Qué ideas, emociones, datos, evoca en mí esta palabra?
Si buscamos su significado encontramos algo así: voz toba que significa lugar (o ciudad) de los muertos. Voz, no palabra. Pareciera que por ser qom no alcanza el estatuto de palabra, es sólo una voz. Hace tiempo, hablando con un miembro de la etnia qom, me explicaba que ellos son qom. Toba es el nombre que le dieron los blancos. La palabra era casi desconocida hasta por nosotros, los chaqueños, que habitamos la misma región que ellos. Comenzó a difundirse un poco más gracias al excelente documental producido por La Buena Gente y titulado precisamente QOM.
¿Qué más surge ante la palabra Napalpí? Inmediatamente se arma un torbellino en mi mente: masacre, genocidio, desarraigo, aniquilación de cultura, un dato aportado por Alcira Argumedo –Dra. en Sociología- en uno de los inolvidables Otoños Literarios: miles de años a.C. aborígenes latinoamericanos conocían y se manejaban con comodidad con la Teoría Heliocéntrica, que en la civilizada Europa aparece recién, tímidamente primero con el clérigo católico Copérnico (s.XVI) y completada luego por Galileo y Kepler (s.XVII), es decir, mil setecientos años d.C., desconocimiento de la identidad, civilización y barbarie, Melitona Enríquez, única sobreviviente de la masacre de Napalpí, discriminación y racismo, aborígenes, Osvaldo Bayer y su obstinada defensa de los mapuches, muertes por desnutrición en pleno siglo XXI en nuestro Chaco, explicaciones de funcionarios que dan vergüenza ajena, fusilamientos en Margarita Belén, masacre de Palomitas, de Fátima, …
DD.HH. ¿Dónde están, en qué abismo del olvido han caído?
Trato de aferrarme a alguno de estos temas para ver a dónde me lleva y si hay un hilo conductor entre todos ellos.
Creo que lo encuentro: Civilización y Barbarie, la clásica antinomia sarmientina Si bien es demasiado conocida, no está demás aclararla brevemente para llegar al punto sobre el que me interesa que reflexionemos. La Civilización estaba (está, porque la antinomia continúa vigente con otros matices) representada por el blanco ilustrado, que contempla, ansioso y admirado a EE.UU. y a Europa. La Barbarie es el indio, el gaucho, el criollo, no sólo argentino sino también paraguayo. Sarmiento no inventó esta antinomia, pero es tal vez quien la expresó más claramente. Podríamos hacer un rastreo histórico para tratar de encontrar de dónde arranca, pero no es el tema de este artículo. Propongo más bien que pensemos ¿Qué hay detrás de esta antinomia?
El Civilizado siente horror ante el Bárbaro ¿Por qué? Porque es diferente, porque siente, piensa, actúa diferente. Y lo diferente, más aún si es desconocido, nos causa horror y temor. Acá está, tal vez, la causa profunda de los racismos variopintos que encontramos por doquier. Pero no es cuestión de hablar de generalidades. Ubiquémonos aquí y ahora y preguntémonos: ¿Los argentinos somos racistas? ¿Y los chaqueños en particular? Si alguien llega a leer esto estoy segura que la respuesta que dará será un rotundo ¡NO!
Sin embargo, si nos metemos hacia adentro y escudriñamos los recovecos más ocultos de nuestro interior –sentires y pensares- y si somos sinceros con nosotros mismos, aunque no nos atrevamos a serlo con los otros, encontraremos en algún rincón de nuestro universo interior un rasgo de racismo, de rechazo hacia el otro-diferente.
Y como no es cuestión de ponerse a pontificar sobre lo que les ocurre a los demás y bonitamente dar por sentado que yo no soy así, continúo con una confesión, con algo que me ocurrió a mí y que me llenó de vergüenza, pero que a la vez me sirvió de lección.
Los que me conocen saben cuanto respeto, admiración y aprecio me merece la gente sencilla, humilde, semianalfabeta. A prendí a conocerlos en mi época de militancia socio-política en las villas del Gran Resistencia. Me impresionaron su pureza, su solidaridad. Compartí con ellos mateadas y charlas interminables sintiéndome como en mi casa. Cuando se produjo el fatídico golpe del ’76, no sólo a mí sino a un grupo de colegas nos aplicaron la llamada Ley de Prescindibilidad, elegante eufemismo para no decir no que nos echaban de nuestro trabajo en la UNNE sin pagarnos indemnizaciones. Pero ése es apenas un detalle comparado con las monstruosidades que cometieron los autollamados Reorganizadores de la Patria. Voy llegando a la confesión prometida. Trabajé en varios lugares haciendo cosas que no me gustaban o que no sabía y que tuve que aprender. Un día me harté de tener patrones y jefes. Porque en la docencia, que es lo mío, siempre consideré que mis únicos patrones y jueces eran mis alumnos. Pero en una empresa, sobre todo si es una sucursal cuya casa central está en Capital Federal, una está sometida a las arbitrariedades de los Civilizados porteños que vienen a enseñarnos a los Bárbaros chaqueños cómo hay que tratar al cliente pretendiendo imponer lo que llamaban estilo agresivo de venta, que en la práctica significa hacer que el cliente compre, le guste o no lo que compra. Tal vez eso pueda dar resultado en Bs.As. No sé y no lo creo, pero estoy segura que a los chaqueños, como a todo provinciano, le agrada tomarse su tiempo y elegir lo que necesita, sobre todo si se trata de una casa de modas cuya clientela estaba constituida en un 89 % de mujeres, y la mujer chaqueña sabe cómo quiere vestir. Estoy describiendo uno de los tantos elementos de mi hartura. Para hacerla corta, renuncié y puse un quiosquito, con todo lo que normalmente se encuentra en un quiosco que se precie de tal, pero me las arreglé para ubicar en el pequeño espacio dos anaqueles llenos de libros a los que alquilaba. Era muy grato ver la cantidad de lectores que venían a buscar libros a la vez que compraban cigarrillos o golosinas. Y cuando me los devolvían, surgía espontánea la conversación y el intercambio de ideas sobre lo que habían leído. Llego al punto que me interesa compartir: era la época de las inundaciones y la municipalidad había contratado abundante mano de obra para cuidar las defensas. La mayoría de los contratados pertenecía a la etnia qom. Mi quiosquito estaba ubicado al costado de la municipalidad, de modo que durante todos esos días hubo un ininterrumpido desfile de qoms que venían a comprar galletitas o gaseosas. Yo los atendía cordialmente sin darme cuenta que dentro mío algo se iba generando. Uno de esos días, alrededor de las 23, asoma por la ventana un rostro diferente. Era un estudiante universitario –vecino y cliente- con su carita blanca, sus cabellos castaños y suaves, la sonrisa a flor de piel. "-¡Ah, por fin uno de los míos!"- Eso fue lo que me dije mentalmente. Inmediatamente vino la autocrítica y la tremenda vergüenza que se siente cuando traicionamos a alguien a quien queremos. Yo sentí que había traicionado a quienes siempre había defendido: a los aborígenes y a los pobres. Fue una experiencia dolorosa pero aleccionadora.
Perdón por esta digresión tan personal pero el propósito que me llevó a contarla es que muchos de los que en su discurso dicen que no son racistas ni clasistas, muy dentro suyo son racistas potenciales.
Volvamos atrás: hablábamos del horror y terror que provoca el otro-diferente, y más aún si es desconocido, porque todo lo desconocido asusta. Ésta es una herencia que llevamos todos que proviene de nuestros antepasados más remotos, de nuestros primeros ancestros, de aquéllos mal llamados hombres de las cavernas, que en realidad vivieron primero y durante muchísimo tiempo en las llanuras hasta que descubrieron el fuego, que les permitió entibiar las heladas cavernas y ahuyentar de ellas a los animales salvajes que las tenían como refugio. Estoy hablando de aquellos hombres, antepasados nuestros, tanto de los Civilizados como de los Bárbaros que regían su vida y su conducta y que se orientaban en el mundo por el Mito y no por el Logos o Razón, que surge recién en la cultura griega. Para entrar en este tema hay que hacer una primera aclaración: en filosofía Mito no significa ni lo que se entiende por él en el lenguaje cotidiano ni lo que surgió a partir de los griegos.
En general cuando se habla de mito se lo asocia o bien con leyenda, con narración, cuyos personajes son dioses, semi-dioses, héroes. El ejemplo más acabado de esta interpretación es la mitología griega. O bien se habla por ejemplo, del mito de Gardel, de Eva Perón, del Che, de los Beatles… es decir, figuras que han impactado el imaginario popular y a los que se trata de imitar.
Nada que ver con el sentido que tiene en filosofía: mito es la manera más espontánea de ser y estar en el mundo. Es la fuerza que orienta la conducta y la vida de nuestros ancestros, así como el instinto es la fuerza que orienta la conducta animal. Esta fuerza orientadora sigue vigente hoy en nosotros, habitantes del s.XXI, por eso resulta importante conocerla. Una de las características de aquellos hombres, a quienes para simplificar la lectura llamaremos en adelante hombres míticos es el fuerte arraigo con su espacio, con el lugar que habitan. Ese espacio es sagrado porque ha sido domesticado por los ritos. En ese espacio sagrado que ha sido domesticado y que, por estar ordenado se llama COSMOS, vivimos NOSOTROS, nuestra tribu, nuestro clan, lo que nos conocemos. Más allá de ese cosmos conocido y domesticado está el espacio desconocido y por lo tanto atemorizante, no domesticado, desordenado, por lo que se llama CAOS y en el caos está los OTROS. ¿Quiénes son los otros? Los que son diferentes de nosotros. Nosotros somos los buenos, los bellos, los que tenemos la verdad. Los otros son malvados, feos y obviamente están equivocados. La única posibilidad de contacto entre Nosotros y los Otros es el enfrentamiento, la lucha, la agresión. ¿No se mantiene acaso esta característica en los habitantes del s. XXI? Nosotros los de River, los otros los de Boca; nosotros los porteños, los otros los del interior; nosotros los de tal partido político, o tal creencia religiosa, los otros los opositores o de creencias diferentes. Me queda muy poco espacio y no quiero terminar sin hacer referencia a un artículo que cayó en mis manos cuando comenzaba a balbucear estas reflexiones. Pertenece a la socióloga Silvia Kremenchutzky y se titula El color de la piel . Ella pone el acento en el enfrentamiento entre Nosotros: los rubios de piel blanca y ojos claros y los Otros, los morochos, de piel oscura y ojos negros. Hay un párrafo que a mi juicio no tiene desperdicio y que refleja una realidad que muchas veces me golpeó dolorosamente al escucharla y por eso lo transcribo textualmente: "La secuencia de asociaciones entre jóvenes, pobreza, delincuencia, drogadicción, alcoholismo, parece tener hoy más fuerza que nunca. Mientras se agita el fantasma de la inseguridad, toma cuerpo la profecía autocumplida. Si cuando un joven –un pobre, un "paragua", un "bolita", un cartonero, un limpiador de parabrisas nos mira, nosotros vemos un chorro y le devolvemos esta percepción, nuestra mirada alimenta su autoimagen y afianza su identidad en este rol". Yo me permito extender esta idea al tema que venimos tratando: Nosotros, los blancos; los Otros, los aborígenes. ¿Acaso no nos creemos superiores y los miramos con sentimientos que van desde el odio desnudo, pasando por el fastidio ante su presencia, hasta la indiferencia más absoluta que los hace invisibles?
Vuelvo a recordar las palabras de aquel joven aborigen que me dijo: "nosotros somos qom, los blancos nos llaman tobas". Lo decía serena y llanamente como quien se limita a señalar un hecho. Hasta el nombre les hemos quitado. Y el nombre marca la identidad. Desde aquel fatídico 12 de octubre de 1492 el otrora señor de estas tierras pasó a ser el oprimido, el dominado, el humillado. Sin mencionar los genocidios que sufrieron las diferentes etnias basta con recordar los sistemas de trabajo que se implementaron para explotarlo: la mita, la encomienda, el yanaconazgo. ¿Y hoy? Los bosques que constituían su hábitat natural han sido depredados y reemplazados por la soja que alimenta los bolsillos de los que menos necesitan. Nuestros hermanos aborígenes, esos Otros tan vilipendiados y etiquetados como haraganes, incultos, nos necesitan. Y nosotros también necesitamos de ellos: para que nos enseñen sus saberes ancestrales llenos de sabiduría, entre otros, el amor y el respeto hacia la Madre Tierra y el sentido de solidaridad que los blancos hemos reemplazado por la explotación de la naturaleza y por el individualismo más feroz.
*Martha Bardaro es profesora en Filosofía y Ciencias de la Educación. Ejerció la docencia en los niveles secundario, terciario y universitario. Fue militante social en los barrios marginados del gran Resistencia, tarea que marcó profunda influencia en su quehacer filosófico. A causa de esa actividad fue prescindida en 1976 y reincorporada luego del retorno de la democracia.
Es autora de los libros "¿Qué es la Antropología Filosófica? Introducción a una filosofía de lo cotidiano", "Las coplas de Meloni nos enseñan a filosofar" y "Desde lejos ... Hasta hoy - Filosofía de lo cotidiano II." Además escribió el ensayo Filosofía y Poesía en Eduardo Fracchia. Una mirada filosófica de las Antipoesías (inédito) y numerosos artículos publicados en revistas especializadas de Resistencia, Bs.As., La Plata, Méjico y Chile.
Es autora de los libros "¿Qué es la Antropología Filosófica? Introducción a una filosofía de lo cotidiano", "Las coplas de Meloni nos enseñan a filosofar" y "Desde lejos ... Hasta hoy - Filosofía de lo cotidiano II." Además escribió el ensayo Filosofía y Poesía en Eduardo Fracchia. Una mirada filosófica de las Antipoesías (inédito) y numerosos artículos publicados en revistas especializadas de Resistencia, Bs.As., La Plata, Méjico y Chile.